jueves, 30 de septiembre de 2010

30 de septiembre, día del traductor

Un año más se renueva el rito: en mi casilla de correo electrónico recibo saludos por el día del traductor, y por supuesto los respondo. Para que esa operación no se transforme en un acto mecánico me pregunto qué me pasa por dentro con mi ser traductor, con mi ejercicio de la profesión y con estas conmemoraciones anuales.




Aprecio cada uno de los mensajes, por supuesto; pero tienen un lugar secundario. Lo que más me importa en la soledad y en la tranquilidad de mi casa (lugar en el que trabajo), lo que realmente conmemoro y celebro es el momento de haber tomado la decisión de estudiar la carrera de traductor.



Vengo de una familia donde el estudio, vaya curiosidad, no es un bien apreciado; no el estudio primario y secundario, mal al que había que someterse inexorablemente. Hablo de los estudios universitarios. No sólo no recibí ningún estímulo para estudiar, sino que hasta hubo quienes se ocuparon de desalentarme con el ridículo axioma: "¿Para qué vas a ir a la universidad? ¿Para terminar manejando un taxi?". Tengo parientas que hicieron alguna carrera más o menos corta o larga, pero para las cuales estudiar era como tomarse un remedio de gusto feo: había que tragárselo lo antes posible para poder, por fin, comerse el alfajor de chocolate con que las premiaban después de semejante momento. El alfajor de chocolate, claro está, es el diploma, esa liberación de la enorme tortura que significa para esas parientas sentarse todos los días a estudiar.



Para mí estudiar no es un sacrificio. Yo necesito estudiar. Yo necesito el conocimiento como el aire que respiro. Por eso, para mí no fue ni es tan importante ni el título, ni el analítico, ni los profesores que tuve, ni la cantidad de materias cursadas, ni la cantidad de parciales rendidos. Para mí lo importante es ese momento de quiebre, el de haber tenido el coraje suficiente para tomar la decisión de salir de mi letargo —un letargo alimentado por la nefasta tradición familiar, que indicaba de maneras más o menos explícitas que "vos no vas a poder" o que "la universidad es para los ricos"— y embarcarme en la incómoda pero necesaria y apreciada responsabilidad cotidiana de una cursada.



Como ya dije, valoro los saludos y las felicitaciones por lo que podría llamarse "mi día". Pero no hay mejor festejo que el que tengo conmigo misma.

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