martes, 27 de julio de 2010

Las mil y una formas de ser traductor



Lo que voy a decir en este artículo puede sonarle obvio a muchos lectores. Pero no son esos lectores los que me interesan y ciertamente no es a ellos a quienes me dirijo. En este artículo quiero dirigirme a aquellos traductores y estudiantes de traductorado que pueden estar sintiendo alguna duda respecto de su forma personal de encarar la profesión.


En más de un ámbito de la traducción se ensalza la traducción jurídica como única forma prestigiosa y digna de ejercer la profesión del traductor. Y son muchos los colegas que, claramente por prejuicio y hasta por miedo a ser un "traductor de segunda", desprecian abiertamente el hecho de que un traductor público se dedique a la traducción para televisión y cine o a la traducción literaria, e incluso a la docencia.


Habría que empezar por decir una verdad que no por ser de Perogrullo es menos cierta: en la Argentina (y aquí sí me olvido por un momento de que éste es el blog escrito por una rioplatense y me extiendo a todo el territorio de mi país) siempre estamos en crisis económica. Bien sea una crisis propia (generada por iluminados ministros de economía que luego disertan en Estados Unidos), bien sea por crisis que se originan en otros países y que nos tocan porque vivimos en un mundo globalizado, a los traductores argentinos nos cuesta conseguir trabajo y cuando lo conseguimos nos cuesta muchísimo —porque el cliente suele oponerse con uñas y dientes— cobrar un honorario que realmente nos satisfaga.


Del párrafo anterior se desprende, entonces, que los traductores argentinos, a veces, no estamos en condiciones de ponernos en exquisitos, subirnos al pedestal y elegir. Son más las veces en que hacemos trabajos que no nos entusiasman mucho, pero que de todas maneras nos ayudan a pagar las cuentas.


Por lo menos, éste fue mi caso: un tema que a mí me aburre muchísimo es bonos, acciones, la Bolsa y etcéteras. Sin embargo, más de una vez tuve que aceptar una traducción de este tipo para parar la olla. Y por el contrario, disfruto muchísimo de hacer traducciones para televisión y literarias, y también disfruto mucho de dar simples y sencillas clases de inglés. Ni siquiera doy ya clases en la Facultad de Derecho (que es en Buenos Aires, en la Universidad de Buenos Aires, donde se cursa la carrera de Traductor Público) porque se trabaja por muy poco dinero y en condiciones muy difíciles (por ejemplo, grupos de más de cuarenta alumnos), que hacen imposible que los alumnos puedan aprovechar el contenido que se da en clase.


Si realizamos la disección de la carrera del traductor vamos a encontrar los siguientes elementos básicos: un traductor necesita conocer a fondo su idioma nativo, necesita conocer a fondo uno o más idiomas extranjeros, y necesita conocer más o menos a fondo temáticas diversas sobre las cuales versarán sus traducciones. A partir de allí, creo que la postura más sana no ya del traductor, sino de cualquier ser humano que se precie de su humanidad es proceder al empleo lo más creativo posible de esas habilidades; en primer lugar, para procurarse una existencia plena; en segundo lugar (sí, en segundo lugar), para procurarse su sustento.


El orden de prelación anterior fue dispuesto ex-profeso: con enorme frecuencia se habla en los diversos ámbitos de la traducción sobre el honorario, sobre el dinero, y se le da a éstos una importancia fundamental que prácticamente desplaza a otras consideraciones. Tengo como creencia personal que la actividad de traducir es un todo, y como es un todo, no sólo tiene que brindarme satisfacciones económicas o financieras, sino también —y sobre todo— satisfacciones intelectuales y espirituales.


Cada libro que yo traduje (una muestra de los cuales está en mi sitio de Internet, http://www.avlt.com.ar/) no sólo fue un logro de descomunales dimensiones en un mercado tan adverso para la traducción como el argentino, sino que significó un enriquecimiento espiritual e intelectual. La faceta económica, lógicamente, fue importante, pero no fundamental. De hecho, el trabajo con ciertas editoriales argentinas no escapa a las generales de la ley que afectan a la traducción literaria en otros países del planeta, incluso países como España, con una industria literaria y de la traducción mucho más desarrolladas que la argentina.


Cada uno de los documentales y de las películas que traduje en estos once años de trabajo con productoras significó un logro, por motivos idénticos a los expuestos anteriormente. Entonces, toda esta falsa cuestión que enarbolan ciertos colegas en ciertos ámbitos de que "el traductor público sólo tiene que hacer traducciones 'serias'" (se refieren a traducciones públicas, y más específicamente, a traducciones jurídicas) es, en efecto, tal cosa: una falsa cuestión, una falsa dicotomía, un falso dilema.


No se es más traductor por traducir un contrato por día. No se es más traductor por traducir sólo importantes documentos referidos a trascendentales fusiones de empresas, a pomposas constituciones de empresas, a dudosamente beneficiosas operaciones de Bolsa (y digo "dudosamente beneficiosas" porque suelen beneficiar a unos pocos en detrimento de muchos; veamos a nuestro alrededor y veremos que es así). El verdadero traductor, a mi entender, es el que más placer y más alegrías obtiene de su trabajo, cualquiera sea éste.


Los seres humanos (grupo dentro del cual, créase o no, los traductores estamos incluidos) tenemos un cuerpo que hay que alimentar y asistir. Pero también tenemos un intelecto y sobre todo un alma. El procurar la armonía de estos tres componentes (a los que algunos también agregan el espíritu, pero ya sería una cuestión de análisis más profundo) hace a la salud. Y esto no lo digo yo: lo dice la Organización Mundial de la Salud —que a veces nos aterroriza con ciertas epidemias que luego no lo son tanto—, pero que en el punto que expuse dos renglones arriba tiene razón. Entonces, si pese a tener bruto diploma de traductora colgado en una pared de mi casa o mi estudio y pese a haberme quemado las pestañas estudiando en la Facultad a mí me gratifica y me hace feliz hacer traducciones de novelas de Corín Tellado a un idioma distinto del castellano, ¿por qué tengo que privarme?


Muchachos y muchachas traductores, creo que esta profesión nuestra, la de ser traductor, está excesivamente jaqueada por ciertos mandatos, mandatos increíblemente arbitrarios y rígidos. De dónde salieron no sé. Sí sé que se difunden como si tal cosa en ciertos ámbitos de la traducción como, por ejemplo, ciertos foros. Y lo peor de todo es que son mandatos de una dureza y de una implacabilidad que reíte de los mandatos de nuestros padres, de los mandatos sociales y hasta de los mandatos y de los dogmas religiosos.


Me rectifico: creo suponer de dónde salieron esos mandatos: salieron de personas infelices, tristes, que tienen miedo al "qué dirán los demás si, siendo un importante traductor público, de pronto me dan ganas de traducir videojuegos". Muchachos, si nuestra existencia se centra en lo que van a decir los demás en lugar de escuchar nuestra propia voz, nuestro deseo, qué queremos hacer que realmente nos dé placer y armonía, yo les aseguro que estamos fritos. Vamos a ser personas sumamente infelices.

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