1. En este momento de crisis y de enjuiciamiento, considero indispensable, para la consolidación de una conciencia nacional, el esclarecimiento de nuestra modalidad lingüística, pues el idioma es la sangre del espíritu. No hacemos sino retomar, en instantes cruciales de nuestra nacionalidad, la tarea que en su tiempo emprendieron Sarmiento y Alberdi.
2. La modalidad idiomática de los argentinos se manifiesta en la pronunciación, en el léxico y hasta en la sintaxis. Al contrario de lo que afirma el profesor Giusti, en la serie de artículos polémicos que he publicado en Leoplán, no me he limitado a meros problemas de vocabulario; mencioné el uso de "recién" sin participio pasado, así como en diferentes oportunidades y libros defendí nuestro "loísmo" contra el defectuoso "leísmo" madrileño (ya que tanto preocupan los defectos).
3. Las modalidades de un mismo idioma en diferentes países son consecuencia inevitable de diferencias raciales, climáticas, sociales, históricas y psicológicas. Sólo los lenguajes inventados, como el esperanto o el abstracto sistema de la ciencia pura, son universales y no sufren (ni deben sufrir) esa clase de contingencias. Tampoco advirtió correctamente el profesor Giusti mis referencias a la lingüística contemporánea. En mis artículos no se examinaba únicamente el voseo, sino el problema general de nuestra modalidad idiomática, de la que el voseo es apenas uno de sus aspectos. Y tanto la escuela sociologista de Saussure como la espiritualista de Vossler, que reiteradamente invoqué en favor de mi tesis, sostienen que la lengua es un fenómeno bipolar y dialéctico: entre la universalidad por un lado y su tendencia individual por el otro, entre lo comunal y lo insólito, entre la tradición y el cambio, entre la regla y el uso. Y ambas escuelas defienden, contra el rigorismo gramatical, la vida y la consecuente irregularidad. Por supuesto que ninguno de esos lingüistas se ha ocupado del voseo, pero no tenga duda el profesor Giusti: defenderían mi posición.
4. Nuestra peculiaridad idiomática, y en particular nuestro voseo, está, pues, defendida por las dos grandes escuelas de la ciencia contemporánea. Pero además está defendida por la realidad misma, suprema instancia en lo que al lenguaje se refiere. Y no sólo la inmensa mayoría de nuestras gentes, cultas e incultas, usan el "vos" en su conversación, sino que ya domina hasta en las escenas más poéticas de grandes novelas, y no, como erróneamente supone Giusti (acaso porque ya no lee novelas), en los "bajíos" de la mala y chata literatura de costumbres.
5. La belleza y elegancia, profesor Giusti, no se logran porque se usen palabras recomendadas por la Academia o la gramática. Al fin de cuentas, Homero no conoció ni la una ni la otra y no le fue tan mal. Tampoco se logra porque se maneje un lenguaje grandioso, como con gracia pone de manifiesto Juan de Mairena cuando ordena transcribir en lenguaje poético la frase: "Los eventos consuetudinarios que acontecen en la rúa", convirtiéndola meramente en: "Lo que pasa en la calle". La belleza y la poesía la logran los que han nacido para lograrla, y entonces con palabras tan sencillas como "caballo" o "cosa", no con corceles ni con eventos.
6. No he sostenido en ningún momento que debamos entregarnos a un localismo desenfrenado. No incito a cometer el mismo error que cometen los madrileños cuando nos ponen a personajes de Graham Greene (cf. Brighton Rock) diciendo: "Abur, me las piro". He sostenido la necesidad de asumir, sin arrogancia pero también sin sentimiento de inferioridad, nuestro derecho a decir cosas como "manteca" en lugar de "mantequilla" o "cabayo" en vez de "caballo".
7. El argumento de arcaísmo (en lo que al voseo se refiere) es un argumento muy cómico, por venir de personas que, como los académicos, se pasan elogiando a los difuntos e incitándonos a imitarlos. Dejando de lado la contradicción en que incurren, con el mismo criterio no podríamos ya decir ni "así", ni "dejar", ni "sus", ni "palacios", ni "yermos", ni "desheredados", porque un gran poeta del siglo XI dijo: "Assi dexa sus palacios yermos e desheredados".
En suma, palos porque bogamos y palos porque no bogamos, para emplear un adagio arcaico, pero que esos profesores nos sacuden a cada rato. De pronto, nos castigan porque usamos la palabra "bar", para la inevitable designación neológica de una institución que no había en tiempos de Nebrija. Y luego nos castigan porque usamos el "vos" que los conquistadores empleaban en tiempos de Nebrija. Lo importante es castigarnos a los pobres vasallos que farfullamos castellano en las colonias. Tenemos que hablar y escribir como los metropolitanos: si ellos han decidido abandonar el vos, ¡hala! ¡a abandonarlo en seguido en estos arrabales! Pero si han decidido mantener los calcetines, ¡todo el mundo a usar calcetines!
8. En fin, para terminar con respecto al modestísimo voseo, sólo proponía que se usara legalmente en las escuelas, como se usa en los momentos no sólo más triviales sino más emocionantes de nuestra vida diaria. En primer término, estimado profesor Herrero Mayor (ya que usted no ha temido detentar el título burocrático de Moralizador del Idioma), por razones morales, porque es muy, pero muy feo enseñar a mentir a los niños. En segundo término, porque es entrañablemente vivo. Y en tercer lugar, porque lo han elevado ya a la categoría de la poesía, en páginas ilustres, escritores de gran talla.
Por otra parte, ya en mi primer artículo sostuve que podría permanecer el tú en las gramáticas, del mismo modo que permanece el "vosotros" al lado del americano "ustedes", para que lo usen, desde luego, los españoles (con todo el derecho que una comunidad tiene a emplear su propio modo); y luego sus imitadores que, como todo imitador, sólo harán el ridículo. De tal manera que ningún funcionario argentino pueda decir que se le prohíbe ese tratamiento tan empleado en discursos patrióticos, al hacerse cargo de tareas gubernamentales o "en ocasión de acogerse a los beneficios de una jubilación".
En esta serie de artículos y en una sesión televisada he defendido con argumentos históricos y filosóficos la legitimidad de nuestra manera argentina de expresarnos; no es necesario que ahora los repita. Quiero en cambio decir que llevé a cabo esa defensa porque considero el idioma como una expresión profunda y sutil de la personalidad nacional, de modo que al reivindicar sus atributos peculiares reivindicaba el derecho de nuestra nación a tener sus propias características. No tomé el problema con tanta pasión, pues, porque temiese que los académicos pudieran imponer su espíritu necrofílico, sino porque pienso que en este momento de crisis (y "crisis" significa "enjuiciamiento") es necesario hacer conciencia, de una buena vez, de nuestra modalidad nacional en todos los terrenos.
En la encuesta que Leoplán realizó con motivo de mis artículos, Borges se refirió a este problema calificándolo de "mínimo". Ni Sarmiento, que polemizó vehementemente con el gramático Bello, ni Alberdi, que asumió en su tiempo la defensa de nuestros derechos lingüísticos, pensaron de la misma manera. Atribuyo esa diferencia a que estos pensadores tenían, aparte de talento literario, entrañable pasión nacional. Como aquellos pioneros que araban las tierras del Far West con la escopeta en la mano, estos hombres pensaban al mismo tiempo que defendían su patria con uñas y dientes; no eran meros literatos que escribían con tinta, sino hombres dramáticamente preocupados por el destino de su nación que escribían con sangre.
Juan Bautista Alberdi afirmó que la lengua de un pueblo es el reflejo de su historia, gobierno, clima, costumbres y carácter. Como tal, es disparatado esperar que nosotros hablemos y escribamos como un campesino de Extremadura o como un tendero de Madrid. Sólo el ridículo cubriría al loco o al tonto que un día aquí se levantara con la peregrina idea de decir "tiovivo" en lugar de "calesita", "judías" en vez de "chauchas" o "calcetines" por "medias". Este programa es, sin embargo, el programa de los llamados "puristas". Que los españoles, por orgullo imperial, puedan promoverlo, es explicable. Lo asombroso es que quieran promoverlo argentinos, y habría que recurrir a la psicología de los sentimientos de inferioridad para explicar tan notable fenómeno. El mismo mecanismo que a muchos de nuestros compatriotas hace caer en éxtasis ante un pintor patentado en París y mirar con indiferencia a uno aborigen.
Si a todo esto agregamos que hace mucho que nuestra literatura es más importante y compleja que la española, el asombro todavía tiene mayores motivos. Y no puede sino indignar que en tales condiciones algunas de nuestras grandes editoriales insistan en mantener correctores hispánicos, que se pasan poniendo "chaqueta" donde un argentino escribe "saco". Y que se llegue al colmo, de parte de una casa que, como Estrada, forma parte de la gran tradición nacional, de encomendar el prólogo y los comentarios de una edición escolar de Juvenilia a un profesor español, nada menos que Américo Castro, enemigo declarado y áspero de nuestra modalidad idiomática. Por supuesto, dicho profesor no se iba a perder la ocasión que este masoquismo indígena le ofrecía; y así, no sólo su prólogo es desdeñoso y pedante, sino que sus advertencias entorpecen la lectura del encantador librito, la confunden con increíbles errores (¡llamar "hierba" a la yerba para el mate!) y la disminuyen a cada paso con insufrible suficiencia profesoril. Será un auténtico milagro que un chico argentino sea capaz de leer con placer esa deliciosa obrita al tropezar con los estorbos, los obstáculos y las admoniciones que el señor Castro pone en su camino. Como dice P. Etchart, en el momento de pasar de su introducción al prólogo del propio Cané experimentamos el mismo alivio que pudiera sentirse al pasar de la habitación de un asmático en pleno ataque al aire libre de un radiante día de primavera.
Amamos hondamente a España y no sólo admiramos su gran literatura, sino que, como todos los hispanoamericanos, nos consideramos herederos de ella, con los mismos derechos que los que habitan en la Península. No hay, pues, en esta actitud nuestra la menor sombra de una inquina, sino únicamente la voluntad de afirmar nuestro derecho a practicar una lengua viviente y propia de nuestra peculiar manera de ser. Y si en esa empresa no nos ayuda un pedante corrector como el profesor Américo Castro, nos acompaña, en cambio, el grande espíritu de don Miguel de Unamuno. Y también el de aquel unamunesco Miguel de Cervantes, que en algún momento dice por boca de su escudero (ya que no siempre se manifiesta en su hidalgo): "que no hay razón para que el sayagués hable como el toledano". Más todavía, la crítica que hacemos al gramático que nos quiere dar con la regla en la mano es la que haría Cervantes de estar en nuestra situación.
Fue imprescindible una crisis de la civilización entera para que comenzaran a resquebrajarse los mitos de una civilización ultrarracionalista. Esta época que vivimos es un durísimo momento de la historia, pero también una encrucijada plena de promesas. Por lo pronto, el enjuiciamiento general de los valores ha servido para comenzar el rescate del pequeño hombre de carne y hueso de entre los gigantescos engranajes de una maquinaria abstracta, maquinaria que ha querido (y aún quiere) convertirlo en un engranaje más, minúsculo y anónimo.
En esta operación de rescate también estamos intentado salvar los atributos del lenguaje viviente, que los gramáticos intentaron convertir en un helado y muerto aparato lógico y codificado. No es casualidad que ahora nos encontremos aquí tratando de rendir por fin honores al modesto voseo y al idioma de todos los días. Porque es algo más que un problema escolar: es un símbolo de esa vasta operación de salvación del hombre concreto. Y es bien significativo que toda la moderna lingüística, tanto la de Saussure como la de Vossler, den al lenguaje el carácter de un fenómeno viviente y social, que nada tiene que ver con la razón pura ni con las gramáticas.
Se trata, en suma, de rescatar la vida de entre los temibles mecanismos de una civilización abstracta, en que lo emocional está siendo suplantado por el puro intelecto y la fría técnica. Y así como un ser humano jamás podrá ser asimilado a un poliedro, a un silogismo o a una máquina, tampoco el habla en que los hombres expresan sus angustias y sus esperanzas podrá convertirse nunca en una lengua general, ya que la generalización trae inevitablemente la abstracción y la muerte.
De modo que si no hubiera ninguno de los poderosos argumentos filosóficos e históricos que invoqué en aquellos artículos, bastaría uno solo para reivindicar nuestra modalidad idiomática propia: el de la vida. A diferencia de los Académicos, que encuentran placer sólo en la frecuentación de cadáveres, yo (y creo que alrededor de veinte millones de argentinos) prefiero el trato de seres vivientes. Seres que viven, luchan, aman y sufren en un lugar concreto y en este tiempo: hoy y aquí, en la Argentina.
Ernesto Sábato, La cultura en la encrucijada nacional, Editorial Sudamericana, cuarta edición, segunda edición de bolsillo, septiembre de 1982.
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