Hay poco que pueda decirse sobre los traductores o la traducción y que, a esta altura de la velada, resulte original. Las frases son, por fuerza, siempre las mismas: "Ay, ojalá tengamos más trabajo", "Ay, esperemos que los clientes nos valoren más", "Uy, si pudiéramos obtener más reconocimento social". Todo esto es harto sabido y, si bien es necesario decirlo, porque el silencio sería una alternativa muchísimo peor, hoy tengo ganas de tomarme un recreo de esas frases.
Les cambio la efeméride de ayer, día internacional del traductor, 30 de septiembre de cada año, por uno de las personas que me ayudó a elegir esta profesión: les voy a hablar de mi abuelo materno, Natal Santiago Ghislanzoni. Tipo callado, meditabundo, muy lector. Era talabartero de oficio, pero le gustaba encuadernar libros. Compraba los folletines -los cuadernillos de entregas semanales- en el kiosko de diarios y los encuadernaba. Tengo varios de esos libros: las tapas con lomo de tela ya está agrietadas, la goma de pegar ya está reseca y muchos se abren de sólo tocarlos, pero esos libros -sainetes, tragedias de Shakespeare, libros de Hugo Wast- los tengo yo; por suerte, me quedaron a mí en inconsciente herencia, porque cuando mi abuelo falleció, en 1974, no hizo ni testamento ni nada. Mi mamá y mi tío se llevaron sus poquísimas cosas de la casa y se las repartieron.
Tengo un recuerdo que jamás se me va a borrar de la cabeza: mi abuelo vivía en Av. Jorge Newbery y Montenegro, frente al paredón del cementerio de la Chararita. Y su gran paseo conmigo era tomarme de la mano, cruzar la avenida (que por los años setenta no tenía el tránsito que tiene hoy; en esa época pasaban muchos menos autos), y llevarme a ver la tumba de Alfonsina Storni. Y me explicaba quién había sido Alfonsina Storni. Después, íbamos a ver la tumba de mi abuela y el panteón de algún otro personaje conocido. Creo que el mismo Jorge Newbery está sepultado allí, en la Chacarita.
Otro paseo al que me llevaba mi abuelo era caminar por el costado de las vías y sacar un par de limones del limonero de un vecino, al que saludaba cordialmente; pero como esos limones estaban colgados de ramas que excedían la pared medianera, no había ni disculpas, ni vergüenzas, ni explicaciones. Él agarraba los limones, saludaba, le devolvían un saludo respetuoso y listo.
Todo esto sucedía mientras él me sostenía con su mano. No puedo olvidarme de esa sensación de estar protegida y acompañada por un caballero tan piola, con el que no hacían falta muchas palabras para estar a gusto.
Él fue el primero que me enseñó qué era una poetisa. Él fue el primero que metió en mi cabeza y en mi alma la idea de que hay gente que vive de escribir frases que riman y que suenan lindo. Él fue uno de los que me quitó el velo de los ojos y me dijo, a su manera: "Podés escribir".