Como correctora de estilo, gramatical y ortotipográfica siento que no me diferencio mucho del trabajo que hace una mucama o, para el caso, el trabajo de ama de casa que hacía mi mamá cuando yo era chica.
Limpiar un texto de excesos inconducentes y de falsos cognados (mi obsesión, mi pasión, mi locura), acomodar la puntuación para que el camino del lector esté mejor "señalizado", pasar el plumero y la franela por aquí y por allá en la gramática para que cada párrafo brille y dé lo mejor de sí son tareas que me gratifican muchísimo. Más diría: cuando termino de corregir un texto (original o traducción) siento una enorme paz espiritual.
Al principio es difícil, es cierto. Enfrentarse al texto desordenado, a veces mal organizado, desmoraliza un poco. Pero conforme avanzo, siento que puedo una vez más aportar mi granito de arena para que una mínima parte del orden universal se refleje en un texto.
Y bueno, manías que tiene una. También alegrías.
Ya sé que corregir un texto y dejarlo lindito, perfumadito y acomodadito no es una tarea de igual importancia que descubrir la vacuna contra el SIDA ni terciar exitosamente en una disputa en Medio Oriente. Pero nací para las letras, para las palabras y para los párrafos, no para tareas tan importantes como la investigación médica ni para la diplomacia, y me alegra hacer mi parte correcta y decentemente.
Los dejo. Todavía tengo que encerar.
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