Ya lo sé, ya los tengo podridos a todos: por estos días estoy estrenando nuevo Diccionario de Falsos Cognados y los lectores de este humilde blog me quieren poner un paquete de algodón en la boca para que deje de hablar y me quieren atar las manos con cinta aisladora para que no escriba más al respecto. Disculpen, pero el tema de este artículo es otro.
Reinicio: por estos días estoy estrenando Diccionario nuevo, y también por estos días se da en algunos foros la discusión sobre los intermediarios en materia editorial; es decir, el papel de las editoriales como intermediarias entre el autor y el lector.
Sucede que la existencia del libro electrónico, del escáner, del programa PDF, la existencia misma de la computadora y de Internet, la facilidad de subir a Internet (y de bajarse de Internet) textos que están protegidos por la Ley de Propiedad Intelectual y la facilidad de copiar electrónicamente esa información y apropiársela sin pagar el alto costo que, en muchas ocasiones, significa un libro (averigüen lo que cuestan los libros jurídicos y después charlamos) hacen que todo el paradigma de la protección de los derechos de autor se ponga en tela de juicio, y hacen que también se ponga en tela de juicio el papel de la editorial, que oficia de "filtro" entre lo que se publica y lo que no se publica.
Todos los que en algún momento escribimos algo, cualquier cosa, con la idea de verlo impreso negro sobre blanco, encuadernadito y con tapas sabemos que la peregrinación por las editoriales o el envío de manuscritos a las editoriales equivale poco más o menos que al via crucis de la autoestima. Y no puedo decir que no entienda a los editores: yo diría que el escritor es el socio sin plata pero con buenas ideas que va a ver al socio que podría financiárselas. Y no puedo culpar al socio que tiene el dinero de que seleccione con criterio puramente mercantilista en dónde desea poner su dinero o dejar de ponerlo.
No tengo idea de cómo cobran los autores, y supongo que deben cobrar sus libros de acuerdo con lo conocidos y "vendedores" que sean: supongo que en cuanto a cachet, al dinero que cobran, se le da tratamiento distinto a un Gabriel Rolón o a un Alejandro Dolina, personas que venden absolutamente todo lo que publican y que son en sí marcas registradas, del que se le da a Juan de los Palotes, que va con su librito de sonetos para ver si dicho librito puede ver la luz. Pero más allá del trato que reciban unos autores y otros, una queja frecuente es la de que la editorial "se queda con la parte del león" en cuanto a ganancias de determinado libro. Sin embargo, a veces veo que las editoriales gastan fuertes sumas en publicidad, en diarios que cobran fuertes sumas para que uno ponga allí su aviso; esas editoriales tienen que mantener locales de venta y tienen una serie de gastos fijos que, imagino, deben ser complicados de cubrir mes a mes.
Y digo que debe ser complicado, sin por eso ponerme incondicionalmente del lado de nadie, porque hay una realidad: no voy a decir que "cada vez se lee menos" porque no tengo estadísticas a mano, pero sí puedo decir que cada vez se le da menos importancia a la idea general de cultivarse, de prestar atención al idioma, a hablarlo con ganas de hablarlo bien. Hoy en día, personas como yo somos disfrazados sin carnaval, en medio de una Avenida de Mayo por donde la preocupación por la estética, por los chismes de la farándula, por la fiebre por comprarse el celular más moderno son los personajes esenciales de la comparsa que nos escupe en la cara a medida que pasa.
Hace ya bastante tiempo, mi tía, Leticia Luisa Lassaque viuda de Ithurbide, me preguntaba que por qué no llevaba mis libros electrónicos a alguna editorial, para que me los publicaran. Antes de que le contestara por qué, arriesgó su propio diagnóstico de psicóloga de bar al paso: baja autoestima de mi parte. ¿Y saben qué? No. Y la respuesta que le di me costó que me retirara el saludo y la relación tía-sobrina, faltaba más. Le dije que no se trataba de baja autoestima, sino de que, como dije antes, los editores se fijan muy bien en dónde ponen la plata. Un diccionario de lo que sea tiene hoy en día un público sumamente acotado. ¿Voy a mendigar de puerta en puerta de editorial que por favor me lo publiquen? No. Tengo mejores cosas que hacer con ese tiempo y esa energía, y además entiendo desde el vamos que el "socio rico" de la relación va a tener sus sospechas respecto de la rentabilidad de editar un diccionario o un libro sobre la traducción de los contratos. Me parece que, por el contrario, la decisión de no visitar editoriales tiene que ver con una protección de la autoestima que yo pueda llegar a tener.
Hasta aquí, en lo que se refiere a no editar libros a través de los canales tradicionales. Y desde aquí, explico la decisión de que mis libros sean gratuitos: ¿quién no conoce -le pregunto a la gente de cualquier Traductorado o, para el caso, de cualquier carrera universitaria- la técnica del "compra uno, fotocopia toda la comisión"? Vamos, muchachos, no me digan que los Reyes Magos existen, porque no es así. Entonces, la futilidad de decir: "Ay, sí, mi Diccionario de la Poda del Malvón cuesta equis pesos, te lo podés bajar con una contraseña previo pago por Rapipago de la suma indicada" puede no advertirla solamente un ingenuo. Sé bien, PORQUE YO TAMBIÉN LO HICE, que compra uno y duplican quinientos. Y yo pienso que está bien que así sea, porque no sé si el material que yo escribo es de calidad. Tal vez sea una porquería, y no voy a estar cobrando dinero por una porquería. Y también pienso que el derecho al conocimiento es y tiene que ser superior al derecho al lucro con los productos intelectuales. Y digo esto aclarando que no tiro manteca al techo y que gano con mi profesión lo justo para vivir. Pero quienes me leen y me conocen (estos últimos no son muchos, aclaro) saben que prefiero, personalmente, derribar la barrera de la limitación económica con tal de que una persona más tenga un libro en sus manos o en su PC, de mi autoría o de la de quien sea. Yo estoy convencida de que la educación nos salva aunque sea parcialmente de la barbarie, y yo prefiero un mundo con menos barbarie, pese a que eso pueda significar tener un peso menos en el bolsillo.