martes, 19 de abril de 2011

La pena extraordinaria

El adjetivo "extraordinario" me parece estar siempre asociado con, por ejemplo, el ámbito de lo científico o, más bien, del periodismo científico, "un avance extraordinario de la ciencia" o, si le queremos dar un tinte más emocional y no tanto calificativo, "un extraordinario avance de la ciencia". También es un adjetivo que aparece en el vocabulario de sociedades comerciales y de la Bolsa, "dividendos extraordinarios". ¿Qué más puede ser extraordinario? Fuerza extraordinaria, la de algún superhéroe o de algún forzudo de circo; una capacidad extraordinaria de aprendizaje; una película extraordinaria, como me chifla María Moliner; las horas extras, que no son otra cosa que horas extraordinarias (fuera del horario ordinario); un número extraordinario de una revista o publicación, como me sigue chiflando María.

Lo que hoy recordé es la maravillosa combinación que aparece en ese magnífico poema gauchesco, el Martín Fierro, de José Hernández: una pena extraordinaria. A mí no se me habría ocurrido acoplarle el adjetivo "extraordinaria" a "pena". Se me ocurre que la pena es abrumadora, que puede ser lacerante, pero no me habría atrevido a decir que la pena es extraordinaria. Sólo la maestría de un escritor de la talla de José Hernández permite estas combinaciones tan personales, intransferibles y originales.

Sucede otro tanto con la adjetivación en Jorge Luis Borges. Creo recordar en este momento -y no de Borges como fuente directa; este ejemplo lo dio Sábato en el libro "Entre la letra y la sangre/ Conversaciones con Carlos Catania"-, a manera de ejemplo, "inferir una metáfora". Ésa es una combinación que sólo Borges puede permitirse y que, malaya mi suerte, uno no puede adoptar para sí.

Se me ocurre que el uso que hacen algunos escritores del idioma y sus combinaciones es como el de los grandes orfebres: piezas únicas, irrepetibles, joyas que quedan para que todos las disfrutemos pero que terminan siendo sólo de ellos. Un empleo tan creativo del idioma que desafía toda regla, aunque, vaya paradoja, las reglas de la Real Academia (y por ende las de la Academia Argentina de Letras) se basen en el uso cuidado y culto que los grandes escritores hacen del idioma.

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