miércoles, 4 de enero de 2012

A propósito de los avatares de ser traductor

Ayer nomás (como la canción) escribí el artículo "Educar al cliente", y noté que, pese al poco tiempo que estuvo publicada, tuvo gran cantidad de lectores.



En algún otro punto de este blog también publiqué algún que otro artículo sobre los avatares de la profesión: hay uno sobre el maltrato que ciertos profesores ejercen en las aulas, hay por ahí otro artículo sobre la traducción jurídica como presuntamente -según ciertos colegas- más importante que la traducción literaria o que la audiovisual. También estos artículos fueron muy visitados.


Si hay algún otro artículo sobre las miserias y alegrías de ser traductor a diario (no ocasionalmente) y no lo nombro en este momento, se me disculpará.


En este punto, me siento en la necesidad de decir lo siguiente: no es la idea de este blog hablar sobre la práctica cotidiana de la traducción. Por lo menos, no es la idea central. La idea central es hablar sobre el idioma, sobre los idiomas, sobre la traducción de unos a otros, sobre las palabras y sobre todo aquello que figura en cada uno de los artículos.


El motivo que justifica esta decisión es la siguiente: el ejercicio de la profesión del traductor tiene sus particularidades. Eso no se discute. Pero también es cierto que tiene otras reglas que no escapan a las generales de la ley. Me ha pasado muchísimas veces que un cliente no me quisiera pagar un trabajo hecho; y más grave aún: me ha pasado que un colega que me había derivado un trabajo no me quisiera pagar, o me demorara el pago mucho más de lo que se estila. La solución a este problema no está en un blog, ni en un foro: está, como digo siempre, en el sentido común. Hay que consultar con un abogado. Y en lo posible, hay que contagiarse un poquito de la cultura estadounidense: hay que consultarlo antes de comenzar a tener trato con los clientes -para tener bien en claro de qué manera manejarse- y no después, cuando me contrataron "de palabra" una traducción y después se hacen los osos al momento en que tendrían que aparecer los morlacos.


Otra cuestión con la que tiene que vérselas el traductor es su situación ante el ente recaudador de impuestos que le corresponda. Ese tema tampoco corresponde ser tratado en un blog ni en un foro: hay que consultar con un contador, que es la persona idónea para brindarnos todas las respuestas.


También se nos presenta a los traductores la ardua pregunta del cuánto cobro. Allí sí vale la consulta en algún foro o con colegas, pero luego de alguna incertidumbre inicial cualquier traductor que ejerza su profesión a diario (no me canso de repetirlo) sabe bien cuánto cuesta su tiempo y por cuánto estaría dispuesto a trabajar. Me ha sucedido de aceptar traducciones por un honorario que no cubría mis expectativas, pero que implicaba un enorme bagaje de experiencia, trabar amistad (o, al menos, contacto) con gente del medio editorial o de la traducción, ganar conocimientos y poder multiplicar esos conocimientos en trabajos de iniciativa propia. Me parece que no es poco.


Resumiendo: como persona, soy bastante independiente. Cuando me recibí de traductora (cuando me gradué de traductora), pasó como un año y medio en el que constantemente le hacía consultas a un querido profesor, el abogado, traductor y profesor de inglés Ricardo Chiesa. Un día me planteé que yo ya estaba recibida y que no podía seguir dependiendo indefinidamente del que ya no era mi profesor. Me propuse tomar mis propias decisiones al momento de traducir y afrontar las consecuencias de esas decisiones. Lo mismo me sucedió con mi trato con los clientes y con el manejo cotidiano de la profesión: consultar con el profesional correspondiente y no llevar mi llanto a un blog ni a un foro. Es más: la propuesta que me hice fue no llorar sobre la leche derramada, lo cual implica no tomar un trabajo si el cliente parece sospechoso, tomar los debidos recaudos cuando sí acepto un trabajo, mantener al día mi situación tributaria con la AFIP y, en general, hacer un ejercicio lo más prolijito posible de la profesión.


Esta decisión me llevó, lamentablemente, a dejar de trabajar con ciertos colegas a los que, como ya mencioné, había que operarles el bolsillo para que desenfundaran el billete. Me peleé con un par, y no podía seguir peleándome con el resto de la matrícula. Y fue una decisión sana: vinieron otros clientes y se desarrolló en mí la saludable sensación de que yo podía poner la cara ante ellos, que podía dialogar con ellos, y que podía negociar las tarifas y las condiciones de pago. En definitiva, estrenaba mi independencia profesional. Porque en la profesión del traductor, asumir la propia valía equivale a haber recorrido el cincuenta por ciento del camino.


Se terminó. Espero que sea la última vez que tengan que oírme (y escucharme) hablar de estas cuestiones tan personales.