La novedad parece ser una obsesión en materia de lenguaje: no son pocos quienes -como vengo repitiendo con cargosa insistencia desde este blog- desean darle nuevos significados a palabras ya existentes, y no son pocos quienes desean inventar palabras nuevas para eso que ya tiene una forma de ser designado.
Un ejemplo de lo primero son mis bienamados falsos cognados. Un ejemplo de lo segundo son los neologismos. Analicemos brevemente la cosa: me parece perfecto y necesario que si aparece una entidad nueva -por ejemplo, en materia de genética- haya que crear un término nuevo. Hasta ahí, creo que todos de acuerdo. Pero cuando, por ejemplo, en materia de panadería hablás de "florear" la mesa y lo único que hacés es... ¡sí, señores, enharinarla!, me parece que el neologismo está al pedo. Sí, señores, dije "al pedo".
Andá a preguntarle etimologías a una chica que se dedica a hacer lemon pie todo el día y cuyo interés en el lenguaje es meramente funcional (es decir, lo usan para comunicarse). No creo que haya nadie a quien preguntarle cuál es el origen del engendro "florear". Intuyo yo, por las mías, que es otro calco del inglés, "to flour the table". Si me equivoco, discúlpenme, pero el parecido suena, huele y se ve sospechoso.
¿Cuál es el origen de ciertos neologismos (por ejemplo, el que acabo de describir)? Todo ser humano tiene ganas de que su actividad sea reconocida. A todo ser humano le gusta que la actividad que desarrolla tenga algo de misterioso, algo de ciencia oculta, acciones que se expresan con palabras que sólo un grupo conoce. Claro, estoy hablando de las terminologías específicas de las ciencias y de los oficios. Pero como dije antes: me parece perfecto que una cosa o actividad nueva tengan un nombre nuevo. Es lógico. Pero a eso que ya existe con un determinado nombre A -y amasar pan es algo que se realiza desde tiempos inmemoriales- ¿por qué, de sopetón, de la noche a la mañana, le ponés otro nombre? La única respuesta que se me ocurre en el caso específico es: que quiero darme más importancia de la que realmente tengo.
No es que querer "darse corte" tenga nada de malo, y mucho menos en cuestiones de lenguaje, que, al fin y al cabo, son cuestiones mayormente inocuas comparadas con, por ejemplo, la política, la diplomacia y la neurocirugía. Lo que sí sucede es que la actitud que mostramos hacia el lenguaje revela qué nos sucede por dentro: necesitamos de la novedad permanente porque estamos vacíos interiormente. Necesitamos asistir al último congreso de nosequé aunque la calidad de las disertaciones deje mucho que desear, o necesitamos asistir al último seminario de noséquéotracosa aunque sepamos que en diez horas de seminario no vamos a salir sabiendo traducir esa terminología sobre noséquéotracosa, y sobre todo sabiendo que estudiando en casa, o con un grupo de amigos, aprenderíamos muchísimo más. Necesitamos crear palabras nuevas porque las palabras del diccionario nos ahogan, son viejas, están obsoletas; pero en realidad se trata de nuestra imposibilidad de creer en lo clásico, en eso que no pasa de moda, en eso que es estable y que nos ayudaría a entender, a través de algo que parece tan inocuo como las palabras, que nuestra vida sí tiene sentido.
Cosa parecida y mucho más evidente sucede con la ropa, con la televisión, con el maquillaje, con las operaciones de cirugía estética: un ejército de dispositivos que nos dejan detenidos en el afuera, que nos entrampan con la apariencia y nos hacen esclavos de ella. Hoy se usa la blusita así; mañana, ya pasó de moda. Hoy está de moda la rubiecita tal; mañana no, ¡puaj! está pasada de moda.
Las palabras, la reglas que rigen todo idioma (también el castellano), las frases hechas, ninguna de estas entidades escapa a la superficialidad que nos tapa y que parece ser, desde hace bastante tiempo a esta parte, la norma. El facilismo del "total, yo hablo y me entienden" es una trampa que tienden esos que sí conocen el idioma a fondo, que se guardan la carta en la manga y que la sacan en el momento en que vos, que te confiaste en que "yo hablo de cualquier manera y me entienden", menos lo esperes y menos te favorezca.
Quien quiera oír que oiga, y quien pueda entender que entienda.